CLAUDIA GALLEGOS
¿Quién conoce los gestos del mundo?
Desde su lecho de tinieblas
los objetos intercambian guiños
Danzan un instante y luego
se van aquietando y quedan para siempre
suspensos de su propia ensoñación
¿Quién ha visto la sonrisa de un rombo dormido
la tristeza de un diamante que navega a la deriva
despojado de todo esplendor
el deseo que tensa las aristas de un cubo maniático?
Aprender los gestos del mundo
es descender al Infierno
donde las almas se empeñan en la soledad de sus formas
desamparadas sin tragedia y sin tiempo
La verdad renuncia a todo asidero
se purifica en el no-significado
La belleza endurece se vuelve cruel
Ángulos con memoria de cuchillas
sepulcros blanqueados pozos de iniquidades
El grito de combate de una soledad inmaculada.
La vida duerme
satisfecha en su vacío.
Agustín Cadena
Septiembre de 1994
Desentrañar el significado de los mitos ha constituido una tarea esencial para investigadores y estudiosos de múltiples disciplinas, la finalidad última de este anhelo lo constituye la necesidad de alcanzar un mayor conocimiento de lo que somos y hemos sido. Claudia Gallegos se propone en esta exposición mostrarnos desde la pintura, un acercamiento a esta realidad, inspirada y motivada por su reciente encuentro con la pintura veneciana y más concretamente con la obra del Veronese.
¿Cómo puede sin embargo un pintora abstracta como Claudia Gallegos acercarse y comenta desde sus parámetros la pintura de aquélla época? ¿Qué puede decirle a una artista interesada – hasta ahora- en experiencias espaciales de estricta estructura, esta pintura llena de anécdotas y narraciones?
Son las obras que conforman esta exposición las que nos dan la respuesta a esta y otras preguntas que podamos plantearnos en torno al asunto. Lo hacen de distintas maneras aunque participan dos características básicas. Claudia Gallegos se enfrenta a la pintura que ve, de un modo abstracto, es decir, captando los fundamentos del color y la forma y segundo, con su experiencia pictórica acumulada traduce esa experiencia de pintar.
Si es verdad que la pintura ha recurrido al mito para nutrir sus imágenes, también es verdad que ella misma ha llegado a constituirse en un mito por derecho propio; especialmente la pintura veneciana del siglo XVI que generó no sólo grandes creaciones sino también las bases del desarrollo posterior de esta manifestación en occidente. Así lo que celebra Claudia Gallegos el citar las pinturas del Veronese no es propiamente la anécdota de la pintura, sino a la pintura misma develada a partir de su propia mirada de pintora abstracta que le permite a preciar la significación formal de los distintos planteamientos plásticos del pintor veneciano. Por ello es que en esta ocasión puede darse la libertad de recurrir a apariencias reconocibles, porque finalmente están vistas como formas significativas, como elementos abstractos articulados en una construcción total llamada pintura. Esto es- nos dice la artista, con sus cuadros, con su mirada-, la forma visible del mito.
¿Pero en qué ha transformado esta nueva experiencia la pintura de Claudia Gallegos?
Como toda aventura que se inicia, es difícil describir con precisión sus derroteros. Hay novedades y continuidades en estas obras recientes de Claudia Gallegos, sus cuadros siguen manteniendo un nivel de ambigüedad entre lo representado y lo sugerido; cambian, sin embargo, las alucinaciones y sobre todo se expanden. Es evidente que este interés hacia un determinado período de la historia de la pintura – un período esencial- le ha permitido introducir nuevos elementos y sensaciones. La geometría espacial, característica de la obra anterior, cede ante la ondulación y el arabesco; permanece el rigor en la búsqueda de un equilibrio composicional. Se enriquece el uso del formato: restringido anteriormente al rectángulo, aparecen formatos circulares y polípticos irregulares. Un efecto nuevo de luminosidad también puede apreciarse como uno de los cambios más significativos, pues si bien las superficies claras ya aparecían en pinturas anteriores de Claudia Gallegos en esta exposición conforman casi la totalidad del conjunto. En resumen quizá podríamos decir que el asombro de ver se ha transformado en el deseo de experimentar, fundamento de todo proyecto creador.
Juan García Ponce nos dice que “… la pintura está siempre más allá de su intensión o sus representaciones exteriores…” y esto parece intuirlo Claudia Gallegos al tomar como inspiración una obra que sigue manifestando un extraordinario poder de atracción, porque más allá de su intención o representación, es pintura: la forma visible del mito.
Septiembre 1999
¿Que sucede entre el ojo - la mano y la tela que otro ojo reconoce y responde a ello? ¿Porqué lo que escribimos, lo que rayamos, tachamos, borramos, revela las marcas de nuestro ser? La grafología reconoce en cualquier trazo las huellas de una personalidad; la mano no puede más que delatar a la mente que la mueve. Como en la escena de un crimen, donde todo objeto, toda mancha forma parte de una constelación de posiciones regidas por un sentido accesible sólo al ojo experto que busca deducir la presencia del autor. Un espacio creador de sentidos, sea la escena de un crimen, el área de un performance o una instalación, se propone como un acertijo, una fuente de atención para el espectador inteligente. Pero la matriz de estos espacios, la que nos enseñó a proyectar sentidos, es la pintura, la ventana a través de la cual el mundo se vuelve estético. Y la pintura seguirá su camino mientras los pintores mantengan la relación ojo - mano- tela, impregnando la superficie de la pintura con el desplazamiento de su subjetividad.
Superficies es una buena palabra para acercarse a la pintura de Claudia Gallegos. Superficies que denotan profundidades en el tiempo y el espacio; estratos anteriores del proceso pictórico, capas sobre capas reflejando el periplo de la mente por el movimiento de la mano. Su huella se siente sobre toda la superficie. Los rayones en carboncillo parecen provenir, más que del expresionismo de Tobey o Twombly, del encefalograma de una voluntad que pretende exteriorizar sus ritmos internos. Aquí no valen las palabras, los conceptos, las mismísimas imágenes. La finalidad es expresar mediante grafismos la vibración interior del motor del alma. Por eso la pintura Claudia Gallegos es una piel viva, opaca y transparente a la vez, superficie e interioridad, creciendo desde abajo hacia arriba, desde dentro hacia fuera, desde lo subjetivo al objeto y desde su mente a la nuestra.
Por su condición de sismógrafo, la pintura de Claudia es fundamentalmente autónoma, tanto de influencias históricas como de referentes externos. Ve hacia adentro y nos habla de un murmullo interior. Necesitamos silencio para ver esta obra, para sentir el latido de sus rayones y escuchar la vibración de su voz. ¡Silencio, que la superficie habla!
San Miguel Xicalco
3 de mayo 2002
Veo los cuadros y pienso en música. Incluso, puedo recorrerlos visualmente hilando sonidos, una música mental obedece a esos reflejos, a esas ondas del agua, a esos fondos, a esos toques de pincel. No sé si estos cuadros fueron pintados con música de fondo, o si ocurre que en mí se despierta una predisposición impresa por el cinematógrafo, la de casar la imagen del agua con el sonido. Y si había música cuando fueron pintados ¿sonaba todo el tiempo, sonaba sólo en el reposo? En el estudio de Claudia Gallegos siempre he visto un aparato de sonido, y he escuchado discos que ella y su compañero Javier Guadarrama han compartido conmigo de tiempo en tiempo. Pero, ¿se transfiere algo así a la ejecución pictórica? Hoy que la música aporta insumos a todo tipo de actividad intelectual y artística —no recuerdo estudio que no cuente con un equipo sonoro, pero puedo evocar que la pintura y la literatura del XIX fueron creadas sin música en el ambiente—, cabe reflexionar sobre la innovación, ya centenaria, que las grabaciones fonográficas introdujeron en los talleres de los artistas. Fue en un momento acotable en la segunda década del siglo XX. En su situación paupérrima, Modigliani no disfrutó al pintar del estímulo de un fonógrafo; en cambio Foujita, su casi puntual contemporáneo, se hizo de uno en cuanto comenzó a vender consistentemente sus cuadros. Los fonogramas y la radio debieron contribuir a algo más que la simple estimulación auditiva en el espacio del taller: a esa amplia situación sinestésica en que la pintura fue mudando aceleradamente durante la primera mitad del siglo. Imposible pensar la pintura abstracta sin la irrupción de la música en el trabajo del artista.
Debo aclarar que el trabajo más reciente de Claudia Gallegos, consagrado al agua, no me parece premeditadamente musical sino afluente de la música. Así como el poeta se acerca por el oído y la elocución a los valores sonoros, la pintora estaría ejercitando valores rítmicos, armónicos que resuenan en un plano mental. En el contexto del arte contemporáneo, la pintura sigue recurriendo a las sinestesias. Por lo menos en el campo de lo imaginario, es sencillo parangonar música y agua, pero es cierto que en la fisicalidad del cuadro, se estancan. La pintura, por más que mantenga el horizonte temporal siempre en perspectiva, cultiva un estanque. La pintura de Claudia Gallegos no se conforma, sin embargo, con proveer una pura imagen del agua: aspira a dotarla de una carga significante.
Desbordamiento
¿Cómo leer esa carga? Es difícil sostener que la pintura constituya un lenguaje. Comúnmente se habla del “lenguaje de la pintura” —quienes usan esta expresión son, sobre todo, pintores—, porque es variadísima su materia significante, pero lo que se “lee” en la pintura, más que un lenguaje bien cifrado, es un campo semiótico, es decir un “campo para el lenguaje” —éste con el que hablo, escribo e interpreto. Porque no lo necesita, la pintura carece del grado de codificación escrita que, en cambio, sí alcanza la música a través de la notación, con signos discretos y reglas de combinación ejecutables por un intérprete. La lectura de un cuadro, en cambio, es desbordante y suele ser proyectiva (el espectador proyecta su psique sobre la obra). De hecho, una de las riquezas de la contemplación pictórica consiste en ese desbordamiento de sentido que hace posible renovadas interpretaciones. La interpretación, forma característica de la apreciación, suele ser bienvenida por los pintores, que incluso relegan o suspenden su propio juicio, al no contradecir —al menos públicamente, por lo general— las opiniones que se expresan ante su obra: de hecho, ofrendan la obra terminada como una máquina de sentido. No obstante, tienen bien establecidos sus presupuestos y objetivos, y a menudo ponen en duda lo que tanto el espectador común como el crítico “añaden” a la obra. Claudia Gallegos me ha referido cómo le sorprende que haya espectadores que aprecian la “paz” en obras suyas que estuvieron marcadas en su concepción más bien por una “angustia”. Pero lo acepta, pues libera su obra a otros resortes de invención.
En la musicalidad que endilgo a la “pintura líquida” de Gallegos, ¿reconozco una carga significante o la estoy proyectando? Si en efecto abordo la pintura como campo semiótico, reconozco y me proyecto al mismo tiempo. Las aguas de los cuadros de la pintora me resultan musicales por lo que veo y por lo que invento. Acaso, el cuadro “El otro Narciso” evoca pentagramas. Su complejidad de construcción, en la que las ondas de la superficie potencian reflejos, refracciones, destellos y fondos, sugiere lo que en música se denomina polirritmos... y a partir de ahí, toda una serie de equivalentes pueden desatarse: melodías, armonizaciones, contrapuntos. Son valores que han maridado de mucho tiempo atrás a la música y la pintura, y que la abstracción pictórica convalidó. Digamos que en el pentagrama la notación musical parece conformar ondas de agua, tanto por las líneas como por los valores que en ellas se imprimen. La escritura musical fija algo que de otro modo sería puro flujo sonoro y temporal, la música del mundo. Detención y transcurso, leer música es también leer tiempo. En una lectura silente, la notación por signos es consecución de ese flujo del que se desprenden chasquidos, remolinos, contraflujos, murmullos, ecos, escollos, finalmente una y varias corrientes que derivan y se auto-contienen. ¿Agua, aire, escritura? La escritura musical sucede como una transcripción de las aguas. Más allá de todo instrumento, se lee el movimiento en espacio puro. Eso es abstracción: contemplación, severa intensidad del silencio, impetuosa corriente detenida. Es prestigio de la música ser la más abstracta de las artes: algo discutible, pero muy establecido.
Fisicalidad
El taller de Claudia Gallegos está en Tepepan, un barrio popular donde son constantes los festejos religiosos y civiles que hacen uso de bocinas y altavoces a todo volumen. El rumor de la calle no parece inquietar a la artista. En ese taller he asistido a reuniones de amigos que pronto se transforman en fiestas donde la gente baila. En medio de esa transformación del espacio y de la relación con las obras, alguna vez evoqué la curiosa danza que los más serios espectadores danzan en galerías y museos. Acercamientos, distanciamientos, giros, regresos, inercias, balanceos, reposos, concurrencia de los cuerpos, evoluciones de grupos, y esas inclinaciones hacia la obra y su cédula que no dejan de sugerir miopía y veneración. Así como puede distinguirse claramente en la historia de la pintura el periodo en que la iluminación eléctrica irrumpió en los talleres —antes, los pintores domaban la luz natural, la luz de las lámparas de aceite, las velas y su reflejo en el espejo, luces cultivadas y enmendadas en los lienzos—, acaso pueda verse también el momento en que la radio y el fonógrafo aportaron al taller más que rumores: modulaciones, disonancias, ronroneos de la estática, fragmentaciones con los giros de la perilla del receptor sobre el cuadrante en las sintonizaciones, variaciones del volumen auditivo, voces y lenguas inauditas, también saltos de la aguja en el surco, repeticiones mecánicas, música sin fin, fonósfera. Oír para pintar: la mente pudo abrir su caja de resonancia a los tiempos del pincel, la pintura pudo conquistar un cromatismo audible, y aun conquistar el blanco y desbordar el lienzo. El pintor entregó su fisicalidad de otras maneras, pudo emular y homenajear los ritmos de moda, pero sobre todo se hizo receptivo y traductor de la fonósfera, así fuera del estruendo de los motores o de la exquisitez de las disonancias y los microtonos trasladables de alguna manera al lienzo. Algunos pintaron bailando, otros pusieron a danzar las manos. Nada más inocente que pensar que desde entonces la música ha “acompañado” a los pintores, o que los envuelve simplemente con un rumor de fondo. La música abstrajo al artista. Tal cual, en sus orígenes el arte abstracto moderno se pensó y repensó con valores musicales. El simultaneísmo, el automatismo, el gestualismo son episodios coreográficos de la “cosa mental” que es la pintura.
Disolvencia
Durante muchos años Claudia Gallegos fue pintora abstracta. Ya no lo es, mas lo sigue siendo: ella lo siente así y lo confirma en su pintura. Paradoja nada extraña y sí muy esclarecedora. ¿Qué caso tiene seguir sosteniendo la dicotomía abstracto/figurativo? A diferencia de otros países latinoamericano —Brasil a la cabeza—, la adopción del abstraccionismo en México fue notoriamente tardía, y más tardío fue su afianzamiento, después de pasada la mitad del siglo XX. Este relente, sin embargo, fructificó al punto de que hoy subsiste el ejercicio del arte abstracto con una fijación que resulta sorprendente fuera del país para quienes relacionan la pintura mexicana sólo con la vasta tradición figurativa emanada de la Revolución, y descubren - ¡también tardíamente!- ese otro filón insospechado. Hasta hace poco, cuando ya nadie se ocupaba seriamente del tema en el mundo, en México subsistía la radical distinción entre lo abstracto y lo figurativo como cotos excluyentes, vigente en buena medida porque el abstraccionismo mexicano había librado una tenaz batalla por la legitimidad a partir de los años sesenta, para instalarse al cabo como corriente vital, e inopinadamente longeva, sin duda la más duradera de los últimos 50 años. Precedido por las obras de Carlos Mérida, Gunther Gerzso y Wolfgang Paalen, ese abstraccionismo de los sesentas, encabezado por Manuel Felguérez, Lilia Carrillo, Gabriel Ramírez, Fernando García Ponce y Vicente Rojo, y apuntalado por Juan García Ponce, el escritor que rompió lanzas en su favor, generó entusiastas adeptos en la década de los setenta entre los jóvenes pintores. Muchos abandonaron pronto las filas; otros continúan haciendo arte abstracto en su madurez. Algunos se incorporaron a la academia e hicieron discípulos.
Durante un extenso periodo, Gallegos desarrolló un geometrismo consagrado al emplazamiento de planos y sólidos que, por la tonalidad de sus caras, despertaba ambigüedades en el espacio. El color de fondo era obtenido laboriosamente por capas. Eran cuadros muy pintados, y muy bien pintados. Además de los ritmos de la composición, ricos, varios y contradictorios, se reconocían ritmos interiores emergentes tanto del fondeado como de los pentimentos. La pintora ofrecía así a la vista su fábrica. Los planos y sólidos aparecían suspendidos en una suerte de danza, con un dinamismo que se beneficiaba de las variaciones de la luz del día y de la tarde. Algunas líneas que brotaban de la profundidad de la tela o llegaban como cortes de la superficie contribuían al equilibrio del todo que, de otra manera, se inclinaba a la deriva. ¿Adónde iba todo a caer, cómo lograba sostenerse? Ciertos cuadros estaban rígidamente construidos; otros traslucían en su rica superficie la dialéctica del hacer y deshacer, hasta traicionar una suerte de rehechuras sucesivas — ¿o meses, incluso años de trabajo?— que se sobreponían en la obra terminada como un triunfo. Un rasgo inolvidable, por lo veraz: en el alterno clareo y opacidad de esas telas, aparecía esgrafiada en el óleo, de modo muy discreto, la firma de la pintora. Firma muy propia, valga la expresión, que no quisiera afectar la materia con otro peso diferente de los ya flotantes en la tela, firma que es casi fina borradura inscrita para hacer del nombre de la artista parte de la piel. A la abstracción de Claudia Gallegos no le vino mal el adjetivo de “experimental”. Ella ensayaba maneras de llegar a una suspensión esencial y riesgosa. Pintó tondos, experimentó en formatos medianos y grandes, y con algunos muy pequeños hizo dípticos dentro de cajas que parecían proyectar a la tercera dimensión real las ambigüedades de sus espacios. Gallegos iba encontrando arquitecturas, atmósferas y aguas. Todos aquellos sólidos se revelaban entonces como arrastrados por la corriente. Llegó un momento en que el campo pictórico sugería ya necesariamente una disolvencia. Entretanto, la artista daba más decidida expresión a grandes signos gestuales que connotaban ansiedad.
Inmersión
El paso de Claudia Gallegos a las aguas no se conjuga con esa flexibilidad extrema de la abstracción que animó a tantos pintores a dejarse llevar por el flujo de la conciencia o el dictado del inconsciente, a dar soltura al gesto, a liberar la pulsión automatista. Claudia Gallegos más bien contiene el torrente: digo contiene, en el doble sentido de poseer y restringir. Da forma al agua. Con esto, la contradicción entre lo abstracto y lo figurativo se vuelve innecesaria, se diluye. Podría decirse que cedió al paisajismo, pero indudablemente no se trata de una concesión, y es algo más que paisaje: las obras poseen la concreción intangible de apenas una impresión en la retina, donde luz y color son indiscernibles, y más aún, donde la imagen es mente. Son cuadros pintados a partir de fotografías, que en el tránsito de un medio al otro pierden, afortunadamente, todo viso de hiperrealismo, para incorporar mejor el sesgo del pincel, el empaste y el renovado juego de las ambigüedades que tanto ocuparon a la artista al suspender los sólidos de antaño, ambigüedades que ahora rebosan la superficie en reflejos de luz e inversiones en el espejo de agua y en los dobles fondos de las aguas transparentes. Aunque la artista ha vivido este proceso como un volver a empezar, como un tenaz aprendizaje en el que reinvierte años de trabajo, su habilidad de artista la sitúa en un mirador envidiable. Ha aprendido a estudiar en el paisaje acuático la inmaterialidad, sin duda gracias al sumergimiento incluso doloroso en esa disolvencia de su obra anterior.
Ciertamente dar forma al agua es, por así decirlo, una causa caudal del arte, un tesoro que hay que cultivar. Con ello quiero decir que poseer el agua como elemento propio es extremadamente productivo en el terreno de las imágenes creadoras. Pienso en la poesía de Saint-John Perse, o entre nosotros, en la de José Luis Rivas. Claudia Gallegos me ha hablado de su gusto por obras literarias de esa plétora, como Agua viva de Clarice Lispector, o Muerte sin fin de Gorostiza, poema de la forma del agua contenida en un vaso. Y, desde luego, siempre, la lectura de Bachelard. Son voces que han acompañado su inmersión en esta etapa. El agua es causa caudal también por todas las astucias ingeniadas para seguir, aprehender, obedecer la inmovilidad aparente, los flujos y transparencias, para codificarlos en imágenes, que es lo que paso a paso Gallegos reemprende, desde los estancados lirios de “Reflejo de otoño” hasta los espejos fluentes de “Jardín interior” y “La imaginación del agua”. Y en ese camino, las imágenes sonoras transitan con fortuna. Recuerdo que en alguna ocasión Claudia me obsequió música de Wim Mertens, ese compositor e intérprete extremadamente dúctil y caudaloso, que hace de piano y voz un arroyo. Ahora bien, cuando ella comenzó a pintar esta serie vimos el cortometraje H2O de Ralph Steiner (1929), reconocido como una joya de la abstracción en cinematografía. Este corto silente en blanco y negro, de sólo 12 minutos de duración, tiene la virtud, muy apreciada por los historiadores del cine, de describir una curva que lleva de la imagen realista a la abstracta. Comienza con diversas escenas de flujo, contención, bombeo y rebase de aguas, para luego fijarse dilatadamente en la espuma y las burbujas como puro acontecimiento visual. A partir de ahí la cámara se detiene en el reflejo serpenteante, hipnótico, de un tubo enhiesto en el agua, y luego se detiene en toda suerte de reflejos vegetales y arquitectónicos, modificados por diversas velocidades de ondas de agua que, al acelerarse, crean inopinados cuadros cinéticos, en una opulenta variedad de grises provista por el cromatismo de flujos y transparencias. Repentinamente, el agua, la luz y el reflejo ofrecen velocísimas caligrafías que, por momentos, parecen dibujadas directamente sobre la película. En la sucesión de esos grafismos orgánicos parece despuntar la anunciación del trazo de Dubuffet, luego el de De Kooning, el tachismo y el letrismo, pero es sólo la lente de una cámara de 16 mm. que capta reflejos del movimiento del agua. Rastros de la visualidad introducida por el cortometraje se hallan por lo menos en los cuadros “Respiro” y “Eco” de Claudia Gallegos.
Armonizaciones
En general, las aguas de Gallegos son tranquilas. Hay curso, pero domina el detenimiento. No así en “Acequia”, cuadro que, como he dicho, me evoca pentagramas y me remite a la complejidad de los cursos sonoros. ¿Qué música puedo atraerle, que suene a pintura? El mar de Debussy, virtuosísimo logro sinestésico de la amplitud, el sinfín y el rompimiento de las aguas. El cuadro de Gallegos puede confrontarse bien con ese maremágnum. Debussy es propicio, desde luego, porque supone el alcance entre música y pintura, si en verdad es un “impresionista” (designado así con notable anacronismo, pues surgió ya en el ocaso del movimiento pictórico). Como sea, ante los cuadros de Claudia Gallegos pueden recordarse, con el oído atento, las formas del agua y del paso del viento que persiguió Debussy en tantas piezas. Páginas atrás hablé de la presencia del pentimento en las transparencias abstractas de Claudia Gallegos. El reverso de la trama es acaso el estudio repetido, ese pintar y volver a pintar el mismo motivo, como lo hizo Monet con la fachada de la Catedral de Rouen. Ahora le podría dar al pentimento el nombre de La catedral sumergida. Música, cine, literatura, en las aguas de Claudia Gallegos fluye sin reservas la carga significante que persigue la artista.
Pero introduzcamos algunas disonancias. ¿Monet? Le pregunté a Claudia Gallegos. En la historia de la pintura, no hay símil más perfecto (ni acaso más asombroso) del trasvase de las aguas al lienzo que el estanque de Claude Monet. Para atraerse hondamente el agua, para contemplar los efectos lumínicos de superficie que por ella se alcanzan, el artista mandó construir un gran estanque en su propiedad campestre, un estanque a un tiempo naturalista y japonista, que inundó embalsando las aguas de un arroyo. Todo, al cabo, con la meta inaudita de pintar su propio estanque, los lirios acuáticos y el reflejo del cielo y los sauces llorones. En los paneles murales de l’Orangerie, Monet intenta sumergir al espectador no en las aguas sino en la pintura de su estanque campestre. ¿Monet? No, Monet no, me respondió la pintora. Y sin embargo, era su labor hacer estanques. El gran mito de la pintura de Monet es el prodigio de su ojo. No hay naturalismo propiamente dicho en Claudia Gallegos, no hay pintura al aire libre, hay selección fotográfica, el uso de la cámara como instrumento de mediación... Aquí también sobresale el cultivo del ojo, así sea a través del lente de la cámara. Y en la pintura mexicana, qué mayor prodigio del encuentro con las aguas que el Cárcamo de Chapultepec, que contiene el mural subacuático realizado por Diego Rivera. En otro tiempo, un torrente ingresaba estruendosamente a su gran fosa colmando la atmósfera con un aroma oxigenante. Sobre la boca del cárcamo, dos grandes manos recogían agua, y sobre el muro contiguo emergía la imagen de una mujer desnuda de brazos abiertos, mientras que en el fondo de la fosa se transparentaba un caldo primigenio, molecular, celular. Rivera representó ahí el origen de la vida con aguas salutíferas, concibiendo el cárcamo como un vientre femenino.
Cada quién en su momento y con medios muy diferentes, Monet y Rivera pudieron hacer una extensión de las aguas en pintura. Están muy lejos, y no obstante, muy en torno. En la extensión de Claudia Gallegos, el aspecto salutífero es tangible. Sus aguas son benignas; reflexivas en el plano interior, alcanzan además una inmersión acaso bautismal. Es el cuerpo lo que ahí se sumerge, en tanto que la mirada acude a purificarse. Aquellos planos y sólidos que parecían desprenderse hacia la deriva, y aquellos trazos ansiosos sobrepuestos, se han transformado, de nuevo, en pura suspensión de tiempo y espacio. La pintora ha hallado otra forma de flotación en el mundo flotante. Aprendió a mirar hacia abajo y encontró ahí refugio, en una esquina desde donde mira al mundo, como su firma grabada en una esquina del lienzo, justo entre el ahogamiento y el reflejo del cielo. Anteriormente, Claudia Gallegos buscaba establecer un equilibrio entre objetos inestables. Su pintura logró armonizar fuerzas muy dispares, pero llegó el momento en que esa danza era ya insostenible. Ahora las aguas le proveen el equilibrio en otro ámbito de inestabilidad. Al mirar la serie como si se tratara de una secuencia, vuelve la sensación de música. Es la armonización de los cuadros entre sí. ¿Será dictada por sus posiciones relativas y sus intervalos, por el rozamiento de sus traslaciones, tal como los cuerpos de los espectadores en la galería improbable de un bautizo colectivo? O es sólo agua que suena. U oír para pintar: saber escuchar la propia respiración, y armonizarla con la música del mundo.
Lealtad
Una antigua parábola china pregunta cómo es posible que una persona cabal logre nadar bajo el agua sin ahogarse, y ofrece esta respuesta: no es gracias al saber, ni a la habilidad, ni a la determinación, ni a la valentía, sino a que la persona cabal sabe conservar su soplo vital. A lo largo de su trayectoria, Claudia Gallegos ha sabido conservar su soplo y ser leal al curso de las aguas.
1. El reflejo no le pertenece al agua sino a la imagen. Por ello Claudia Gallegos atrapa la imagen del agua para poder representar su reflejo e indagar en la mirada.
Las cosas son sin saber que son; de ellas apreciamos sólo la apariencia. De esta manera la pintura de Gallegos se ha propuesto separar la apariencia del objeto y cosificarla. Esta serie recorrerá varias rutas. Mas todas ellas sustentan la separación de la apariencia y el objeto arguyendo su presencia: ellos están ahí, pero ¿son ellos? El reflejo permite la pregunta; la serie, las respuestas.
2. El agua es lo que Gallegos presenta a la mirada, pero no la presenta como agua sino como el medio en que la imagen se pregunta por las cosas. Esta pregunta la hace en cada obra.
El agua como superficie contradice, reforzándola, al agua como profundidad. La primera engendra el reflejo, pero también el brillo. La segunda, el enrarecimiento sutil y la vibración de formas. Para la primera las cosas deben de estar fuera; para la segunda dentro. Además, este discurso se completa cuando participa de la imagen, mas no del agua, como sistema de representación de cosas que aparecen sobre el reflejo.
3. La superficie inmóvil y densa de un líquido -hay que decir que en toda la serie el líquido es agua- refleja las cosas con otra densidad, otra luz. Fácil es decirlo, casi imposible es tenerlo. Es pertinente la referencia al Tah Mahal, capilla fúnebre erigida simplemente para permanecer. El blanco competirá sin fin con su gemelo, el Tah Mahal negro. Siempre se buscó rastro arqueológico de tal edificación, encontrándose sólo restos de estanques. Era el reflejo de los estanques, en que en las noches blancas (de luna) la capilla se reflejaba negra e invertida: representación de pareja inmaterial, sutil e intangible.
4. Gallegos sostiene la pregunta que la mirada hace a la imagen de las cosas reflejadas, al encontrar el reflejo de una superficie que reverbera. Ésta procura “la impresión” para argüirse un “impresionismo extenso”; sin embargo, su responder, no obstante la figuración latente, es abstracto.
La reverberación da cuerpo a la intangibilidad de los objetos, traduce la apariencia en materia. Pero la materia abstracta es siempre imagen. Ha llegado a la separación, epifánica, de los opuestos que producen la presencia en la mirada.
5. Todo este mundo avanza y recorre variaciones que pertenecen a la mirada. Gallegos aventura la mirada larga y la mirada corta; la mirada saturada y la mirada contenida. Aquí el agua, en la representación de su reflejo, es modelada por el formato, el encuadre y sobre todo por la satisfacción del espacio: vaciarlo, abatirlo, manteniendo el tiempo lento.
El agua puede ser transparente o no; si es transparente puede ser profunda o no; si transparente y profunda tiene que encontrar su propio espacio, abatido y corto.
En un juego de ilusiones, perpendiculariza la mirada al agua que contienen múltiples reflejos superpuestos. Palimpsesto de las cosas, red articulada de sensaciones. Una profundidad transparente es una sobreposición de planos reflejantes. La concepción abstracta deviene concreta. Ahora las formas que aparecen, sin tomar en cuenta el reflejo, son presencia en la figura: función primera de todo abstraccionismo sintético es ir de la forma a la figura. Con esto Claudia tiende a la mirada varias respuestas.
6. Pero, la transparencia profunda puede sumarse al flujo. El flujo es para la pintura irrepresentable, ya que ésta no contiene tiempo. Así Gallegos descubre dos variables independientes, que sumará provocando otro sistema: el flujo de la luz como una resonancia de materia en movimiento. Esta mirada es larga, más larga que el enfoque, más larga que el encuadre; éste ha sido rebasado por una ilusión óptica. Se ha puesto en juego un lenguaje visual de luz y líneas de movimiento, que son “diferenciadas” por líneas de color (resultado de reflejos encubiertos) y líneas de sombra (provocadas por los atisbos de profundidades).
7. El sistema está completo, el juego está en juego. El ver se refugia en la mirada; el objeto en la cosa; la apariencia en el reflejo. Ahora se nos “presenta la presencia”.
8. Epifanía como reflejo. Aprehender lo que se nos presenta, no como objetos o representación, sino como sensación de lo sensible. Gallegos nunca ha pretendido simbolismos. Si bien camina cerca de ellos, recuerda que las cosas que transmutan la materia se asoman en el alma. Son almas visibles.
Esta enorme conjugación de aproximaciones a lo real y su significación (simbolismo, impresionismo, neoformalismo, abstraccionismo, concretismo) lleva a Claudia a un enunciado que requiere siempre del “recuerdo”.
9. Hace algunos años Claudia Gallegos desarrolló otra serie que contrasta y prevé el actual momento. Estudió sistemáticamente al Veronese. Entonces, ella, propiciaba tres variables. La cosa, mas no el objeto, constante en su trabajo; el aire, que asumía como materia tonal; y el “punto de vista” como una objetivación de todo lo que representaba sin código. En todo momento las cosas se nos presentaban por la fantasía de un punto intangible: el lugar de lo mirado. El aire no tiene reflejo. El reflejo no tiene punto de vista. “La gran maniera” en Gallegos permitía el riguroso acomodo de sus significantes, según leyes geométricas que guardaban sus “razones”. La serie se sustentaba por el ojo y la referencia.
10. Antes de esto, Claudia recorrió los campos visuales del espacio y su tiempo. Sistematizó tanto los espacios representados, como los formatos continentes: dípticos, trípticos, polípticos; ya en secuencia, ya en sobre o superposición. El juego estaba en juego, pero no el de las representaciones, sino el de los elementos.
11. Hoy el sistema es provocado por el hallazgo de una pregunta: ¿la percepción se representa en el reflejo?
Es en Gallegos que pre-vemos que todo reflejo es presencia de la apariencia pero en ella es objeto, es real. Auténtica mirada, que al necesitar “recuerdo” sin punto de vista, asume como real lo invisible, que permanece solamente en el entendimiento de las cosas.
El primer reflejo en el agua es Narciso; el último, Ofelia.
Un reflejo se inicia siendo nada, y acaba siendo lo único, que al separar al objeto de su apariencia, permite la presencia en sí: epifanía.
Manuel Marín
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Al acercarnos y ver la obra ajena, ¿qué tanto nos obliga a un desprendimiento, qué tanto nos aleja de nosotros mismos? Esta es una pregunta frecuente entre autores de las más diversas disciplinas. Pero las genealogías discursivas no son unilineales. En todo caso son más bien manojos de trazos en distintas direcciones, diferentes planos y niveles. Esa diversidad no es tan visible cuando nuestra imagen de una época viene a la memoria. Tal vez porque, para nuestra comodidad y seguridad, ha sido decantada por ese mecanismo de síntesis y simplificación al que somos tan afectos. Si regresamos e imaginamos el modelo del flujo discursivo de una práctica como un atado de líneas en diversas direcciones y velocidades, entonces, las ideas de desprendimiento tal vez se puedan reducir por las premisas del reconocimiento de la diferencia y la comprensión de que los otros no “son mi infierno” y en todo caso, soy el infierno de otros.
La obra de Claudia Gallegos, realizada durante la última década, ha sufrido un cambio significativo de amplio sentido. ¿En dónde se encuentra el punto de flexión? ¿A qué se debe esta nueva posición? ¿Es el agotamiento de un lenguaje específico en el marco de un momento histórico cultural complejo? ¿Es la necesidad de referir asuntos urgentes de la comprensión del mundo? ¿Es la insuficiencia crítica de la pintura?
Al revisar parte de su obra de la última década, encontré una trayectoria que parece ir en contrasentido: de la abstracción diáfana que caracterizó su trabajo durante los últimos años de siglo pasado y los primeros de éste, a un cierto realismo mimético, casi fotográfico, de su obra reciente. Me pregunto por el puente que la condujo y que parece reunir sin dificultad un continente con otro. Sólo si pensamos que la abstracción es un proceso que avanza de la síntesis del realismo y sus conformaciones hacia la pérdida de la referencia figurativa, podemos afirmar que Claudia Gallegos ha realizado un viaje en sentido contrario. ¿Por qué deberíamos preguntarnos por este movimiento de retorno? Esto pensado así, en la modernidad, no es sólo una expresión de los límites de la idea de que la aparición del arte abstracto fue resultado del análisis y la síntesis formal de las vanguardias modernas de principios del siglo XX, sino también de otro asunto: ¿no es acaso, otra muestra de cómo hemos construido una noción lineal de la historia?
Regresando a la obra de Claudia Gallegos, si de algo estoy convencido, es del paso soberano de la pintura a través del puente entre estas dos etapas de su obra. Como si se tratase del enfoque natural de una lente capaz de conducirnos desde la visión microscópica hasta la macroscópica. Es una lección de la mirada.
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Actitud y mirada forman parte también de otros territorios
El aire viene acompañado de ese bullicio brillante, silencioso. Se respira como la energía que nos atraviesa, libre, cruzando nuestros cuerpos.
Respirar en esta apertura transparente del paisaje aparecido en la escena de los cuadros de Claudia Gallegos. Reflejos implícitos en el agua de los estanques y ríos. La luz cruza la vegetación dejando su estela de brillos y destellos en todas direcciones desde este punto de vista corporizado por la gracia de este universo vegetal, follaje flotante y abajo las aguas con el dibujo de su pulso y sus corrientes. Pasos resueltos de unas piernas dibujadas por el flujo y sus cauces.
Cuerpo generoso, abundante, generador de la redondez un tanto floja de sus aguas en cierta dejadez, acompasada en el movimiento lento de su engañoso reposo. Llena de vida, el agua lleva su mano serpenteante a la cabeza para mecer el cabello suelto. Con sus pasos de cansancio establecer ese gesto de labios sonrientes y mirada profunda. Joven y fresca, arraigada en las provincias de su estado natural. Felicidad templada por el estanque matinal. Suave deslizamiento de voz seseante cortada por pequeños golpes al contacto con las rocas. Y todo este manto, blusa negra y pantalones de mezclilla, cubre un cuerpo que canta historias de millones de años. Verdor destellante en los segundos que puso su mirada en la mía.
Cuando miro el agua miro su circular cobertura, esa que envuelve los fragmentos vitales de un trozo de paisaje puesto como sinécdoque del papel de la materia — ¿qué es eso exactamente que llamamos materia?— en ser esa totalidad en que somos contenidos y contenemos, aun en la verdadera minucia de lo inconmensurable. ¿Cómo describir esta maravilla que hoy tenemos como conocimiento de nosotros mismos en el ser? El agua y la luz trabajan envolviendo con sus mantos al ser. Alguna vez un carpintero ciego, nos contó García Márquez, discurrió el comportamiento de la energía eléctrica como el comportamiento del agua. Hoy sé que la energía, la luz y el agua dan los mismos pasos de fatiga llenando mi espacio y mi mirada. Ella misma se comporta también, imitando al aire que te rodea, para abrazarte completa, como la luz y el aire a la piel del agua en su dinámica y en su reposo.
La mirada de Claudia Gallegos sobre los estanques, aún en reposo, en la quietud transparente de su masa dúctil, me sorprende esa cualidad vibrante y sensible al movimiento y al sonido que no hace sino reafirmar su carga de vida.
Diciembre de 2011
Claudia Gallegos presenta el curioso caso de una pintora que transitó de la abstracción a la figuración, aunque la primera tendencia quedó incorporada a la segunda. Su relación con la naturaleza fue determinante en el cambio, a partir de diversos recorridos que realizó por parajes boscosos de Estados Unidos y de Canadá, países donde tuvo oportunidad de residir entre 2003 y 2004.
A semejanza de los artistas del plein air, de Ramos Martínez, del Dr. Atl o del pintor post impresionista Giovanni Segantini, entre tantos que podríamos citar en su genealogía, Claudia ha experimentado un verdadero viaje y un diálogo profundo con la naturaleza. Y si bien sus obras se acercan en ocasiones a lo sublime y a otras categorías derivadas de la herencia romántica, lo que la distingue de los ejemplos propiamente modernos es su mentalidad contemporánea: lo advertimos en su elección de fragmentos y detalles; en su manejo de la ambigüedad; en sus encuadres novedosos y sorprendentes; en su trabajo del movimiento; en su mirada que reconoce y practica posibilidades no convencionales del dibujo; en su abordaje de problemas de composición, forma, materia y color, propias de lo que tiempo atrás llamábamos pintura abstracta.
En los maravillosos reflejos en el agua (inquietantes indagaciones sobre la imagen), en las sombras de ramas y follajes que se dibujan sobre la hierba y la tierra, en las crónicas de innumerables instantes ideales, en insólitas montañas de sal, en tantas obras en las que alternan en justa armonía el tema representado y el tema de la pintura en sí misma, Claudia Gallegos nos obsequia una oda poética plena de belleza, sutileza, reconfortante quietud y sensaciones.
Luis Rius Caso
2018
En la obra paisajística de William Merrit Chase hay algunos cuadros anómalos. En Central Park, una línea de horizonte inusualmente elevada nos impide reconocer la locación y prácticamente sólo vemos una extensión de pasto; en October vemos un paisaje anodino, completamente llano donde apenas se logran distinguir algunos arbustos. Ante piezas semejantes que no se ciñen a las convenciones del género, cabría preguntarse qué lleva a un pintor a renunciar a una vista agradable o sorprendente para en su lugar pintar un páramo aparentemente sin interés o algo tan baladí como un poco de césped.
Engañados por el paradigma renacentista del cuadro como ventana, no nos percatamos de que todo paisaje en realidad tiene por referente a otros cuadros del mismo género más que a la naturaleza. No por otra razón pintores que salieron de sus estudios para pintar del natural como los de la Escuela de Barbizon o Constable, enfrentaron un entorno adverso donde sus cuadros eran considerados deficientes, fragmentarios e incluso eran degradados a categoría de estudios preparatorios por sus coetáneos. Aunque a nuestros ojos la obra de estos pintores del S.XIX es la expresión más adecuada de la experiencia directa de estar en esas locaciones naturales, sus contemporáneos no podían apreciarlo, pues las obras no se correspondían con la idea que tenían de un paisaje, dominada por la pintura académica y sus acartonados criterios. Decididos a liberar la pintura de paisaje de ese velo de convenciones, el problema perceptivo al que se enfrentaron Corot y Constable tenía como contraparte un problema de lenguaje: aprender a ver (y estar) ante la naturaleza implicaba redefinir su práctica pictórica, aprender a pintar de nuevo.
Es así, como Central Park de un pintor posterior como Chase no sólo toma en cuenta la representación de una locación sino su materialización en y a través de la Pintura. El verdadero “tema” de este cuadro es, pues, la Pintura y no el conocido parque neoyorquino. Sólo afinando la mirada para ver las condiciones materiales del cuadro y no sólo su referente es que puede comprenderse que dos terceras partes del cuadro estén dedicadas a las gruesas y libres pinceladas que son un delicioso despliegue de recursos pictóricos, sin por ellos dejar de dar cuenta del frescor y verdor de una simple extensión de pasto. La primacía del referente, ese vicio que usurpa nuestra mirada, oblitera los otros dos componentes esenciales de todo cuadro: la mirada del pintor –agente causante- y el lenguaje que usa –la materialidad de la pintura-.
La no-adecuación a los presupuestos que se tengan sobre algo produce inevitablemente desconcierto. Y lo primero que salta a la vista en la obra reciente de Claudia Gallegos es su no-adecuación a lo que se espera de un paisaje. Ni la vista agradable ni el encuadre pintoresco, sino un paisaje yermo o desenfocado. Sin embargo, considerada apropiadamente, esta obra es una invitación a ver de otra manera: a ver la pintura y no el referente. Cultivadora de ambigüedades, toda la obra de Claudia es un pendular entre el motivo y la forma, entre referente y lenguaje. No olvidemos que Gallegos llegó al paisaje a través de la abstracción. No es casual que sus primeros motivos provenientes del mundo natural fueran reflejos y sombras, pues ambos tienen lecturas abstractas. Por figurativa que parezca su más reciente obra, esa mirada atenta a las pinceladas y las formas nunca la ha abandonado. Obras como Tarde o Desierto son cuadros abstractos in disguise.
Sin embargo, atender el cuadro como materia coloreada antes que a su capacidad de referencia es igualmente limitado, pues estamos obviando otro de los elementos esenciales de toda pintura: la peculiaridad de su autor. Los paisajes que sirven de motivo en la obra de Claudia no se nos presentan en la literalidad o la franqueza de una imposible objetividad, sino que nos llegan mediados por su mirada. Si todo cuadro es la materialización de una experiencia o idea de su autor, cabría preguntarse qué ve Gallegos en paisajes tan agrestes. La otra obra aludida de William Merrit Chase nos da la clave para descifrar su elección. En October la anodina locación está desprovista por completo de cualquier referente humano y está bañada por una luz crepuscular. El sentido de esa pieza no es tanto el paisaje en sí, sino lo que se ve y se enuncia a través de él: un estado de abandono, la pequeñez y el despropósito de toda acción humana cuando la miramos desde la vastedad de ese lugar; un salir del parámetro antropométrico del tiempo y contemplar ese paraje desde una escala geológica. Esa misma mirada es la que guía la elección de motivos de Claudia Gallegos. Si en su obra anterior puso atención en la fluctuación y evanescencia de los reflejos y las sombras, en esta ocasión, de manera contrastante se ha volcado a lo que de más perenne hay en el paisaje: la orografía y las formaciones rocosas. Perennidad más aparente que real, pues a una escala cosmológica la existencia de nuestro plantea no es sino un parpadeo en la eternidad.
Refiere Pascal Quignard que pintor en la antigua Grecia se decía zográfos (zoé, vida; graphos, descripción), implicando que la imagen, al contrario de la palabra, tiene algo de vida, pues participa de su referente más que sustituirlo por un signo arbitrario. Dar cuenta de aquello que está insuflado de vida, que posee un ánima, es el menester y razón de ser la pintura. Si la narración requiere hechos y objetos fijos en un pasado que se recuentan en la discursividad lineal de las palabras, en la imagen todo está siendo, ahíto, suspendido de su transcurrir. Ya sea en la vastedad y desolación de sus paisajes o en la fugacidad de sus tondos, en la obra de Claudia Gallegos esa vida es sólo un frágil soplo, precario y evanescente. Soplo que, sin embargo, es capaz de erguirse momentánea pero indefinidamente en los mismos cuadros que dan cuenta de él, afirmándose así, en óleo sobre tela, como potencia vital, a pesar de la impermanencia y de la adversidad.
Víctor Sánchez Villarreal